Hace
unos días “madrugamos” inspirados (en una rareza poco habitual,
de ésas que sólo se dan al final de las vacaciones, nos levantamos
los cinco más allá de las ocho), y en un minuto tonto decidimos
hacer turismo urbano. O más bien lo decidió por nosotros esa manía
que tienen los pueblos de tener una fiesta de guardar durante la
época estival. Puesto que nuestro principal destino permanecía
cerrado, decidimos estirarnos y llevar a los eNanos a (re)conocer
Ávila.
La
carretera (nacional) es un trayecto que a mí me encanta, atravesando
bosques espesos, puertos deshabitados, áridos altos y ventosos
despoblados casi de vegetación, altísimos puentes sobre ríos
perdidos... Toda una aventura que bien podría ser propia de una ruta
de reconocimiento castellano a la que por analogías básicas llamaré
“Qué-zagal”.
Iniciamos
viaje sin mayores complicaciones, aunque eMamá y los puertos tienen
un contratiempo inevitable: marear perdidamente a eBichita, que a las
tres curvas ya llevaba cara de pocos amigos. O ninguno. No obstante
resistió bien la cosa.
Superado
el primer puerto, empiezan los gritos de sorpresa: “un puente, ¡qué
alto!” (reprimo las ganas de explicarles qué es el puenting y por
qué se practica ahí, por si algún día desean que les realice una
demostración práctica, y me limito a orientarles entre los recodos
del lejano río: “tras esa ladera, un pueblo. Tras la otra, otro”).
Al minuto la carretera cambia de horizonte: “¡un bosque!”
exclama encantado eHijo. eBebote reconstruye la frase anterior
adecuadamente: “un bosque encantado”. Quizá no le falte razón,
es uno de esos bosques de tupidos pinos que se elevan a ambos lados
de la carretera y te impiden discernir otro paisaje. En horas poco
centrales del día, la carretera en esos tramos permanece sombría y
uno parece a merced del primer habitante del bosque que se aventure
en el asfalto. En nuestro caso, ante nosotros, lo que aparece es un
semáforo. Esto sí que es nuevo. O sí que está encantado el lugar,
¿quizás sea un intrépido turista reconvertido por arte de magia de
un hada malvada? Para mi alivio, se trata de un artilugio portátil
que emplean en unas obras en la calzada. Seguimos trayecto.
No
transcurre mucho tiempo cuando alcanzamos una rotonda de esas que te
indican que estás en las proximidades del único pueblo que hay en
las inmediaciones por el método de colocarse en mitad de tu camino
(con la consiguiente reducción de velocidad), señalizar que hay una
población y, por si ha quedado poco patente, colocar a modo de
escultura el cortísimo nombre de la localidad de manera gigantesca
con letras más grandes que mis hijos… “las navas del marqués”
(todo así, con minúsculas, porque una mayúscula sobresaldría casi
por encima de los bosques de pinos, o porque habría que balizarla
para los aviones, no sé qué es más probable). “Mirad niños”,
empiezo a entonar en modo dulce-abuelita, “ahí es donde mamá tomó
su primer vaso de leche” (esto se lo contaré cada vez que pasemos
por esa glorieta, igual que he hecho con su padre toooodas las veces,
e igual que a su vez hizo mi padre conmigo, toooodas las veces; es
una historia que me encanta: breve, escueta, fundamental). “Quiero
vomitar” responde lastimera eBichita. (¡¿?! ¡No era una historia
tan mala!) En realidad no es tanto el efecto de mi anécdota
minimalista, sino los 180º de ruta turística por el pueblo y su
rotonda de entrada los que han descolocado finalmente el estómago de
mi hija. Quizás mi conducción nada temeraria pero exigente haya
influido algo, también. Sólo quizás. Su padre, aleccionado por
situaciones anteriores con finales nada narrables, le suministra con
admirable eficiencia una bolsa de plástico (esta vez sin agujeros)
donde la niña hunde su cabecita.
Al
poco encontramos dos camiones, uno larguísimo… “Parece que vamos
a ir más despacio, niños”, digo, y luego para mí misma “oh,
cielos, con lo poco que me gusta adelantar”. ePapá me mira
divertido: “no es que vayan despacio”. Miro el velocímetro: voy
a 90 km/h, el límite legal. En fracciones de segundo devuelvo la
vista a la carretera y los camiones ya me sacan como un kilómetro de
ventaja. Deben de ser de Ávila -y conocerse esto muy bien-. Así
seguimos, tras los camiones, pasando por valles y barrancas. Han
transcurrido tres minutos y eBichita emerge de la bolsa, compungida
porque finalmente no la ha utilizado. Le hacemos una fiesta, no sea
que su pena por el desuso derive en el efecto indeseado, y alguien
(supongo que yo) exclama: “¡Mirad, molinos!”. Ante nosotros, los
generadores eólicos que ya se divisaban hacía un rato, se yerguen
enormes, con su fuste azulado y sus palas blancas girando
imperceptiblemente. eHijo comenta lo evidente, “no se mueven”.
eBichita nos reprocha “no son molinos, son gigantes”… En el
silencio que sigue, durante el cual creo que ePapá comparte
consternado su asombro mientras se pregunta quién ha tenido arrestos
para leerle a Cervantes a la niña, pienso orgullosa “Quí hijota
tengo, pero quí hijota”. Desde luego, de nosotros no lo ha sacado.
El
periplo continúa, estamos llegando a la ciudad. Cuando al fin se
divisa, y les advierto que lo que van a ver es, finalmente, Ávila,
la expectación da paso a una especie de incredulidad . “¿Dónde
está el águila?”. “Ávila, hijos, Ávila, no águila. La
tenemos delante”. Siguen sin dar mucha validez a mi criterio, como
desconfiando de mi aparente lucidez. Y es que acostumbrados al (para
mí desolador) paisaje de entrada a una ciudad como Madrid, donde no
está claro cuándo has llegado, y mucho menos si alguna vez
conseguirás salir, ver una ciudad en su conjunto rodeada de paisajes
y montañas, así, autolimitada, les genera una sensación de
“incompletitud”. Tenemos que viajar más.
Bueeeeeno,
pues ya estamos aquí. La muralla se hace esperar, puesto que tenemos
que callejear aún por las afueras hasta estacionar en el interior de
la ciudad. Llegado el momento, por fin la divisamos: “¡Mirad,
chicos, ahí está la muralla! Veis como es Ávila?” Y ahí la
sorpresa nos impide a todos mantener la compostura. El galimatías
dentro del coche, lleno de expresivos eNanos, se genera
espontáneamente. eBebote consulta de nuevo “¿dónde está el
águila?” y luego advierte “no, ez un caztillo gande”. “No,
cielo, es la muralla”. “No, un caztillo gande”. Esta batalla la
tengo perdida. Mientras tanto, la guerra se ha desatado entre eHijo y
eBichita, moderada por ePapá. eBichita ha comenzado a exclamar
“¡hemos llegado a China!”, mientras su hermano mayor con cierta
contención le recuerda que no, que es Ávila. “¡Es China!”,
insiste eBichita, obcecada. Mientras aparcamos, intento hacerle
entender que aunque las murallas famosas en todo el mundo suelen
ubicarse en China, la riqueza cultural de nuestra tierra castellana
nos permite disponer de un ejemplo en nuestras propias raíces, que
desgraciadamente no se emplea con la frecuencia deseable de manera
ejemplar en las narraciones y cuentos que…
“Excuse
me, could you help me?”, me interrumpe educadamente un oriental
(muy probablemente un japonés, pero mis hijos aún no saben
distinguir) que tiene problemas con el parquímetro.
Durante
los siglos venideros, en los anales de la eFamilia, mi hija jurará
haber viajado a China en coche aquella mañana soleada de Septiembre.
Porque
además el amable japonés no viaja solo, con él va un grupo de unas
cinco personas que como primer atractivo de la ciudad han encontrado
una familia numerosa con tres niños de entre dos y cinco años.
eHijo se los trae de calle con su “jelou” y su “baibai”, y
periódicamente por las calles de Ávila podemos ver palos de selfie,
ojos rasgados y oir el inconfundible “bye bye”. Cuando ya se van
a ir (y nosotros a nuestro numerosamente familiar ritmo hemos tardado
entre dos y cinco años en caminar cien metros), finalmente se
atreven a solicitar una foto del más codiciado reclamo turístico
del lugar: los eHijos. eMamá que está a lo suyo ni se entera,
mientras ePapá rechaza la generosa propuesta. Me da penita. Parecían
gente maja. Pero no entra en nuestra política de protección de
datos ceder el copy right familiar, me recuerda ePapá. Lástima,
igual nos podríamos ganar el sueldo como “fauna autóctona”.
A
lo largo del día paseamos por la maravillosa Ávila viendo
monumentos, plazas, fuentes, textos, yemas, toros de Guisando, un
cerdo que pretender hacerse pasar por un toro de Guisando, iglesias,
piedras y la muralla. Salimos y entramos al recinto amurallado varias
veces durante la jornada, fascinando a eHijo que nos recuerda que
quiere ver la muralla “por dentro”. Hacia media tarde, exhaustos
y sedientos, decidimos hacer un paréntesis y descansar ante un
refresco mientras los niños trotan por un jardín. O, más bien,
creemos descansar hasta que empiezan a llovernos incómodas preguntas
culturales que la soasada neurona disponible no sabe resolver: “Quién
vivía en este castillo, ¿era un rey?” “No, hijo, aquí no había
reyes, serían condes, o duques o… Bueno, y Santa Teresa, que era
la patrona de mi cole y era de Ávila. Mira, la del cuadro.”
“Entonces, ¿por qué hay un castillo?”, vuelven a la carga. “No
es un castillo, sino una muralla”. “Quiero ver la muralla por
dentro”...Oh cielos... Prometemos pasearles junto a la muralla (y
ahí ePapá se explaya hablando de cañones y cosas que yo ignoro si
alguna vez ha tenido esta encantadora ciudad, tan trascendente), para
lo que tenemos que volver a salir por otro de los incontables accesos
de la ciudad, que nos pilla en la otra punta (afortunadamente la
contención de Ávila hará que esto nos lleve aproximadamente seis
minutos). No han pasado diez segundos y nos cruzamos con una armadura
(junto al cuadro de Santa Teresa, parte de la decoración del sitio)…
eBebote se detiene, fascinado, se acerca mucho y exclama “¡Mira,
el señor Chocolate!” No me da tiempo a reaccionar cuando vuelve a
hablar, mientras hace una mueca divertida: “¡Le veo el
calzoncillo!” Entre lágrimas de risa, desfilamos en comitiva por
las estrechas, sinuosas y empedradas calles de la Ávila más
antigua, hasta llegar a nuestro destino. Junto a la muralla
comenzamos a caminar… a los tres minutos eHijo vuelve a exigir ver
la muralla “por dentro”. ¡Pero si venimos de allí! “Por
dentro”, indica, contrariado. Al fin se hace la luz… lo que eHijo
desea por encima de todo es visitar la muralla en su perímetro
transitable, desde arriba. eMamá mira las escaleras, mira la pared
de piedra, mira las barandillas de protección allá en lo alto y
mira de reojo al séquito vacilante que en esos momentos está
haciendo equilibrios en una barandilla de un parque. La idea,
atractivo turístico de los principales del lugar, se me antoja un
deporte de riesgo peor que el puenting ése que evité mencionar
horas atrás. Lenta y discretamente nos alejamos hasta que
encontramos una pastelería donde aliviar las penas con un clásico,
artesano y nada abulense donus de chocolate.
Llega
el momento de volver a casa. Los eNanos se sientan remolones en el
coche. ePapá y yo, nos acomodamos en los asientos delanteros
deseando el relax de la carretera que tenemos por delante,
agradecidos por el día fantástico y agotador que
culmina atravesando el último arco,
y sintiendo esta vez, como otras tantas -pero ésta especialmente-,
que, efectivamente, nos ha tocado la china.
Todo,
absolutamente todo, basado en un hecho real.
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