A
las 5 de la mañana eBebote se ha caído de la cama. eMamá dormía
plácida e inconscientemente cuando un golpe contra las baldosas, un
golpe aparatoso, ha irrumpido en el silencio de la madrugada.
Preocupada por el estado general del niño, he salido disparada con
ese resorte que sólo las que somos madres tenemos. “Luz, una luz,
pero dónde habrá una luz, no veo nada”, en un enanosegundo de
esos míos he encontrado el móvil (otro instinto maternal
híperdesarrollado, cuando lo busco porque suena a horas imprecisas,
o por situar mi horizonte temporal en medio de la noche, la mesilla
se vuelve enorme y el teléfono un infinitésimo. Pero por mi niño,
no. Por mi niño tengo una puntería certera e inmediata) y lo he
arrojado al otro extremo de la habitación (ha debido de ser por
tanto Juego Olímpico este año -de salón, porque es el deporte de
moda para mí en los últimos taytantos años… desde que nació
eHijo, con su aplicación directa de la teoría de la relatividad
incluida-). Como digo, tras practicar los tres metros lisos de móvil
“libre” y recuperarlo, he salido disparada, al fin, a buscar a
eBebote, que gemía en la habitación contigua. No muy alto. Ni con
mucha pena. Todo ha pasado ante mis ojos increíblemente despacio,
como en otra dimensión: ePapá durmiendo imperturbable
(pero,¿¡cómo!?, ¿no lo ha notado? Si la vibración se ha
transmitido por el suelo, ¿cómo no se ha dado cuenta?), ePapá
reaccionando al verme pasar como una exhalación, yo misma
teletransportándome de una estancia a la otra (no tengo noción de
haber atravesado las correspondientes puertas, ni magulladoras al
efecto, ni una factura de carpintería pendiente)…
Al
fin estoy ahí, en su habitación. Perpleja, compruebo que el suelo
está intacto y vacío. En ese momento no soy consciente, pero la
auténtica amplitud del concepto “estos niños son de goma” se
abre a mis ojos ante esas baldosas de gres de la época en la que yo
tenía la edad de eHijo y la construcción de la casa se llevaba a
cabo con una dudosa elección de material para los suelos. No hay
estancia donde no haya una loseta resquebrajada (era la calidad estándar para el albañil popular del pueblo; eMamá tenía familiares con
suelos similares, rojizos y chuchurríos, hace, por lo menos, más de
veinte años). Todas las habitaciones, como digo, tienen taras en los suelos. Grietas, agujeros, pequeñas demoliciones. Todas menos el
reducto galo del dormitorio de los niños, heredado de la que fuera
un día una niña, su madre. El suelo sigue ahí, intacto, pero yo no
me doy cuenta. En las camas permanecen, también intactos y dormidos,
eHijo y eBichita (habrán salido al padre). Ajenos a la tormenta
desatada por la caída libre de su hermano, respiran tranquilos y
felices en sus sueños infantiles. La tortuga gigantesca que custodia
sus pies y sus tortazos yace espatarrada en el suelo. Pero de eBebote
ni rastro. Sigo con mi mente alerta y entumecida sus gemidos. Al fin,
lo diviso en el armario. Con esa mitad costumbre mitad necesidad de
dejar una hoja del armario abierta (porque en una concentración de
mentes creativas de ésas que tienen lugar cuando en una casa hay por
lo menos cinco niños de por lo menos cuatro años o menos, los
mismos que perdieron una cafetera de 30 centímetros, extraviaron las
llaves de todos los armarios. Afortunadamente, una volvió a
aparecer. Aún más afortunadamente sólo hay dos armarios -la otra
no ha sobrevivido para contarlo-)... Como decía, “con esa mitad
necesidad mitad costumbre de encontrar una hoja del armario abierta”,
descubro a eBebote echándole la bronca de su vida a la cajonera de
la ropa, su llanto monocorde dirigido a lo más denso y alejado de la
cama que ha podido encontrar, el agujero negro donde llegan,
atraídos, todos los cuerpos y objetos que una no sabe dónde guardar
en este reducto de integridad “pavimentosa” que es su habitación.
Me agacho y le abrazo, salvándolo de caer en ese sumidero de materia
aleatoria en que se convierten todos los armarios hambrientos. Como
en un refugio, eBebote se acomoda en eMamá y dice bajito y lastimero
“me he caído”, y sigue “mnnnnnnnn, mnnnnnnnn”. Guiño un
ojo al viejo y conocido armario de mi infancia, inofensivo, y eBebote
se acurruca en mi regazo. Aún es temprano. Durmamos algo.
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