Cuenta la
antigua leyenda
que cuando
el Señor de los Cielos
separó el
mar de la tierra,
creó en la
tierra el desierto.
Llenó el
desierto de arena.
Lo hizo tan
liso y perfecto
que en él los rayos de sol
se miraban
al espejo.
Por el día,
abrasador.
Quien atravesarlo
aventura
cuenta que
por la noche
sale a
mirarse la luna.
Pero al ponerse
el sol
hace frío,
sopla el viento
y la arena,
en la tormenta,
se eleva
invadiendo el cielo.
No puede
verse la luna
reflejada en
el espejo
y se pone
triste, y llora
lágrimas en
el desierto.
Y esas
lágrimas de luna
algo tienen
de especiales:
nunca se
secan, nunca,
por eso de
ser lunares.
Las gotitas,
de una en una,
se acumulan
en el suelo,
cada noche
en el lugar
donde el astro asoma el velo.
Se busca
sobre el desierto,
todas las
noches la luna
y el aire
mueve la arena
cada noche,
de una en una.
Pensó el Señor de
los Cielos
convocar a
las criaturas
para encontrar
solución
de una en
una, de una en una.
Primero fue
el dromedario.
Luego
también el camello.
Intentan con
sus jorobas
detener quizás
el viento.
Mas al
llegar la mañana,
sintiéndose
ya hambrientos,
se van a
desayunar
y la arena
cae al suelo.
El viento vuelve a soplar:
la arena
otra vez va al cielo
marchándose
a otro lugar
dejando
vacío el desierto.
Y así cada
anochecer
un animal se
turna
para
inventar de cien modos
una forma de
captura
de una en
una, de una en una.
víbora, jerbo
y hiena;
la
tarántula, el guepardo,
el adax y
las gacelas.
A todos sucede igual:
cuando se
intentan mover
la arena que
han detenido
rotunda,
vuelve a caer.
Por rendidas
se van dando
de una en
una, de una en una.
Y así el
Señor de los Cielos
se dirige
hacia la luna.
Cuando ya
está caminando,
oye una voz
oportuna:
“¿puedo
intentarlo yo?”
“No habéis
de faltar ninguna,
aunque por
ser tan menuda
no forjemos
esperanzas
de una en
una, de una en una”.
Y así, la
pequeña piedra,
fría, sola y
olvidada
se acuesta
sobre el desierto.
Paciente, la
noche aguarda.
Llega el viento,
trae la arena.
La arena en
la piedra choca.
Cae a sus
pies, se acumula,
y más arena
la toca.
La piedra, que no se mueve,
La piedra, que no se mueve,
consigue con
su tez dura
un montículo
que crece
cada noche,
de una en una.
Se fue el Señor de los Cielos,
recorrió todo el desierto
y colocó tantas piedras
como estrellas en el cielo.
Deseó darles
un nombre
y las llamó a cada una
de una manera especialy las llamó a cada una
de una en
una,
DUNA a DUNA.
Y así la leyenda narra
que desde entonces la luna
puede asomarse al espejo
que serpea por las dunas.
Dispersos por el desierto,
debajo del
sol ardiente,
de las
lágrimas de luna
nacieron
oasis verdes.
Y en los
días calurosos,
fiel al
objeto mismo
en ocasiones
se ve,
reflejado,
un espejismo.
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