martes, 30 de octubre de 2018

Leyenda del desierto


Cuenta la antigua leyenda
que cuando el Señor de los Cielos
separó el mar de la tierra,
creó en la tierra el desierto.
 
Llenó el desierto de arena.
Lo hizo tan liso y perfecto
que en él los rayos de sol
se miraban al espejo.
 
Por el día, abrasador.
Quien atravesarlo aventura
cuenta que por la noche
sale a mirarse la luna.
 
Pero al ponerse el sol
hace frío, sopla el viento
y la arena, en la tormenta,
se eleva invadiendo el cielo.
 
No puede verse la luna
reflejada en el espejo
y se pone triste, y llora
lágrimas en el desierto.
 
Y esas lágrimas de luna
algo tienen de especiales:
nunca se secan, nunca,
por eso de ser lunares.
 
Las gotitas, de una en una,
se acumulan en el suelo,
cada noche en el lugar
donde el astro asoma el velo.
 
Se busca sobre el desierto,
todas las noches la luna
y el aire mueve la arena
cada noche, de una en una.
 
Pensó el Señor de los Cielos
convocar a las criaturas
para encontrar solución
de una en una, de una en una.
 
Primero fue el dromedario.
Luego también el camello.
Intentan con sus jorobas
detener quizás  el viento.
 
Mas al llegar la mañana,
sintiéndose ya hambrientos,
se van a desayunar
y la arena cae al suelo.

El viento vuelve a soplar:

la arena otra vez va al cielo
marchándose a otro lugar
dejando vacío el desierto.
 
Y así cada anochecer
un animal se turna
para inventar de cien modos
una forma de captura
de una en una, de una en una.
 
Lo intentan el alacrán,
víbora, jerbo y hiena;
la tarántula, el guepardo,
el adax y las gacelas.
 
A todos sucede igual:
cuando se intentan mover
la arena que han detenido
rotunda, vuelve a caer.
 
Por rendidas se van dando
de una en una, de una en una.
Y así el Señor de los Cielos
se dirige hacia la luna. 

Cuando ya está caminando,
oye una voz oportuna:
“¿puedo intentarlo yo?”
“No habéis de faltar ninguna,
 
intentadlo, amiga piedra,
aunque por ser tan menuda
no forjemos esperanzas
de una en una, de una en una”.

Y así, la pequeña piedra,
fría, sola y olvidada
se acuesta sobre el desierto.
Paciente, la noche aguarda.
 
Llega el viento, trae la arena.
La arena en la piedra choca.
Cae a sus pies, se acumula,
y más arena la toca.

La piedra, que no se mueve,
consigue con su tez dura
un montículo que crece
cada noche, de una en una.

Se fue el Señor de los Cielos,
recorrió todo el desierto
y colocó tantas piedras
como estrellas en el cielo.

 
Deseó darles un nombre
y las llamó a cada una
de una manera especial
de una en una,
DUNA a DUNA.

Y así la leyenda narra
que desde entonces la luna
puede asomarse al espejo
que serpea por las dunas.


Dispersos por el desierto,

debajo del sol ardiente,
de las lágrimas de luna
nacieron oasis verdes.
 
Y en los días calurosos,
fiel al objeto mismo
en ocasiones se ve,
reflejado, un espejismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario